Un portón pintado de violeta fue el escenario ideal para una chica con tacos altos y vestimenta formal que se dirigía en la misma dirección que el colectivo, la fila en el domo ascendía con la persona que se podría contar era la número doscientos, la laguna seguía intacta de luz, un barrio nuevo asomaba cada vez que alguien sonreía o hablaba del casamiento de Messi en alguno de los asientos, y yo iba contenta porque tenía, para mí, dos soles.
Uno a mi izquierda y otro a mi derecha.
Coloqué mis auriculares con la música respectiva en cada oído calentito y receptivo, me hacía la que nada, pero yo sabía que los soles se debatían guerras y jugaban a cuál calentaba más mi carne destemplada y mi desapego.
El mecanismo inconsciente que se descontrola con un mísero trabajo de bacheo; las bocinas y el epitafio de una fila de trámites provocaron que me ría descaradamente con los soles y me pusieran los pómulos colorados. Otra vez la sensación irónica de no ser parte de...
Y así sucedió que el reloj dio las ocho y treinta y seis y el colectivo se encontró con la monótona tarea de doblar cuando hay que doblar y que es como nosotros que tenemos que trabajar cuando hay que trabajar y comer cuando hay que comer y casarse cuando hay que casarse y salir de vacaciones cuando hay que salir de vacaciones y...
El colectivo dobló y se encontró con el este, de frente y sin espera.
Y así fue como, en una lenta pero firme secuencia, mis soles se hicieron uno.
escrito en Jun./2017
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