en una sintonía diferente al ayer,
las percepciones varían como varían las nubes,
y en esa mutación encuentro mi nombre.
"Sabes el nombre que te dieron
pero no sabes el nombre que tienes",
aclama Saramago en nombre de otro,
y me recuerdo hace poco, y me recuerdo hace mucho,
y cómo ha cambiado también la soledad y el hastío
en todos los mientras tanto.
Allí me quedo, en pocos minutos, en una claridad
de día, inmensa y sencilla,
me quedo en ese punto inexistente
que es preludio y consecuencia del viaje mental
que concede recuerdos vívidos,
me quedo en el cementerio de mis párpados
imbécil
mirando la nada pero observando todo
(fenómenos para admirar del cerebro humano, ciertamente).
Me quedo dilucidando mi nombre,
sin querer tomarlo ciegamente,
con un poco de recelo ante la novedad,
sin querer tampoco abandonarlo ni perderlo,
procesándolo como a un disco nuevo,
sin querer olvidarlo ni adjudicármelo
tan rápido.
En ese histeriqueo ensoñado de la búsqueda
nace la siguiente mutación
y me apuro entonces a tomar lo que queda de mí,
a sumarle mis restos a la desidia,
a recomponer mis lados,
y a colocar las manos abiertas y unidas en el aire
para calzar mi nombre y lavarme la cara con él,
decirlo despacio y también a los gritos
para saber quién soy y quién no soy
y luego, dejarlo ir, dejarlo ser
como una palabra más, como una palabra jamás escrita
o como una conjunción sin etimología
o con muchas etimologías fusionadas a la vez,
un yo sin origen más que la vida,
una vida que muta sin origen más que el propio cambio,
una suerte de mañana como ésta, pero primitiva
donde ya no importa el nombre que me asignes;
sólo importa que me llames.
escrito el 24/Feb./2017
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