Con la miel pegajosa escribí tu nombre, y me sonrojé de dulzura, tratando de no embriagarme con tus gotas más espesas, más espesas y ariscas.
Unté todo, con tu nombre: la mesa, las paredes, el piso. Mi lengua danzó feliz y absorbió tu nombre de a ratos, como dosis necesarias y exquisitas, diarias.
Mi lengua serpenteó tu nombre, los recovecos de la O, los deslices de la L, y tragó con éxtasis toda la fonética, toda la pronunciación y liberación de tu nombre, escrito y reescrito, enfatizado y apostado, dispuesto al derecho y al revés, en todas las posturas y situaciones, donde la garganta me dolía, donde la garganta me pedía que grite, donde la miel me ardía y me mostraba que tu nombre no duele, pero que si exagero empalaga, que tu nombre se puede saborear, y que voy a cometer el gran pecado de dejarme pegotear por vos, figurado en un tarro de miel, por el sonido de tu nombre llamado por mí y por esta puta lengua que constantemente te busca.
escrito en Jun./2015 aprox.
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