Todo va bien hasta que uno de los dos golpea apenas la primera pieza.
Es fascinante de niños ver cómo cada una tumba a la siguiente y la siguiente a la siguiente, como una corriente de viento que las lleva a inclinarse contra su voluntad, encontrándose todas, en menos de un segundo, recostadas una sobre otra, a excepción de la última pieza que cae, que es la que se recuesta sobre el piso o donde sea que se halle el dominó así dispuesto.
Pero de niños siempre vemos las cosas con más fascinación que de grandes. Hoy, para mí, ver caer la primera pieza puede resultarme (en ocasiones) una tormenta de miedo, un caos. Ver desmoronarse el dominó es ver la destrucción de los pentagramas, explotando en mil pedazos, para que todos ellos me encuentren luego acongojada y perdida, en un día como hoy, un domingo de esos que no se saben ubicar en la semana, uno de esos domingos piloteados a medias, porque no quedan ganas, porque la desolación es peor que la resaca, y porque las manos ya no pueden rearmar el dominó.
escrito en el 2012 aprox.
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