Una flor puede ser símbolo de la muerte. El peregrinaje del tiempo que caduca, la vejez en su marchitar, la finitud explícita y amarronada, la sequía y el perecer.
Una flor puede ser símbolo del nacimiento. El peregrinaje de la belleza atemporal. El néctar que es libado por los insectos, la forma vaginal y la frescura y la humedad de su centro, acogedor sexo expulsando creación.
Aquí es donde nos paramos en el punto donde se cierra y se une lo aparentemente opuesto; la muerte y el nacimiento son dos aristas del mismo espejo. Para dar nacimiento, la semilla debe ser la muerte. Nada nace ni se crea desde la inmortalidad. La destrucción o la expiración atesora lo más sagrado de nuestra naturaleza: la mecha que enciende la creación y el surgimiento de lo nuevo, lo desconocido y lo iniciador. La flor es la misma y los dos matices son reales porque son uno solo y esto se recrea en cualquier situación, contexto, en cualquier forma de vida. Es más, si hay vida hay muerte, entonces si hay vida, hay creación constante.
Parece bastante obvio pero no lo es. Si supiéramos de manera profunda y sensata que cada muerte es un renacer, la búsqueda de lo creativo sería el norte en momentos donde sólo aparece manifiesto el desconcierto.
Ya que crear es un proceso que incluye el romper, el matar, no es raro que el ciclo se cumpla de manera espiralada, iterativa. Sin embargo, romper para crear parece más natural cuando está bajo nuestro control que cuando no lo está. ¿Eso se debe a la inconsciencia del ser parte del todo? Así como nosotros podemos deshacer o destruir cosas para hacerlas renacer en otras, así también el todo puede deshacernos o destruirnos para que renazcamos en él y lo enaltezcamos. Pero como el lenguaje de este proceso está en un nivel más alto y fuera de nuestro control, nos parece cruel. Cuánto cambiaría nuestra percepción si asimiláramos esto de manera sencilla y natural, sabiendo que no hay manera de que exista la muerte absoluta ni la destrucción absoluta. Sino que lo único absoluto es la transformación y que de ella bebemos para existir. Sin ella no existimos. Y que no esté siempre bajo nuestro control es una de las mejores cosas que nos pueden pasar. La experiencia está a un milímetro nuestro, solo debemos tomarla y vivirla.
La transformación es la energía que fluye y restaura cada elemento atómico. La transformación equilibra. Irónicamente, nosotros como personas vivimos las transformaciones como tambaleos en nuestra existencia. Nos cuesta mucho salir de lo conocido, del círculo de confort, y entonces renacer es un camino que no todos eligen (al menos conscientemente). Allí es donde la muerte toma forma y se vuelve más poderosa: se traduce en miedo. Se enraíza y envejece. Allí es cuando vemos la flor en una sola faceta, su fallecimiento sepia.
Para dar nacimiento, la semilla debe ser la muerte (de algo). Nada nace ni se crea desde la inmortalidad. No obstante, el ciclo es transformación y es un ciclo infinito. Si no nos amoldamos a una definición de inmortalidad estricta, podemos descubrir entonces que morir y renacer, es decir, transformar, es la manera más sublime y tangible que poseemos para ser inmortales.
escrito en Sept./2017
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