El frenesí se apoderó de su bicicleta y ella la montaba en un vaivén de emociones. Llevaba una remera holgada, jeans azules y zapatillas Convers, el viento le atravesaba la cara y sus piernas parecían poseídas por un extraño baile volátil e inalcanzable.
Los autos a sus costados, a sus espaldas, por todos lados, no la ponían nerviosa. Sin embargo, no pasaban desapercibidos ante sus sentidos. En respuesta, ella lanzaba grandes risotadas sobre ellos y les cantaba a los gritos canciones desconocidas, sobre todo, cuando circulaba velozmente entre los delgados pasillos de los embotellamientos y sentía en su poder todo el universo encastrado entre las cadenas oxidadas de la bici. Pitaban los guardias del tránsito, sonaban alarmas por doquier, y las bocinas no se quedaban atrás. Ella, empero, solo sentía que volaba.
La avenida Laprida estaba a escasas cuadras hacia la dirección a la cual ella se dirigía y dos lapachos se levantaban a su derecha, donde un perro caminaba lento oliendo alrededor para encontrar un espacio propicio donde satisfacer sus urgencias. Ella observaba todo como un paisaje hermoso y ajeno, y la alegría inmensa y el alboroto de sus células la hicieron levantar sus caderas del asiento y forzar más a las piernas a girar en torno a los círculos que dibujaban sus pies y los pedales. Eso aceleró vertiginosamente la ya fuerte velocidad, lo que en conjunto con su placidez, ocasionó que abriera los brazos como un Cristo y se sumergiera con toda la profundidad de su respiración a la liviandad que le estaba siendo otorgada, así, tan fácilmente, tal libremente. Tan enorme.
Tomó nuevamente las riendas del vehículo con las manos en el manubrio y a los pocos minutos, cuando estaba a punto de cruzar la avenida, un colectivo rojo, incrustado de cartelitos y pegatinas y gente (estrenando sistema Sube y no estrenando su sistema de frenos), irrumpió en la esquina con el porte y la vehemencia características de tamaña máquina que transita todo el día, hora tras hora. Ella alcanzó a sentir el impacto en su pierna izquierda y el impulso que apresuró diez veces más su velocidad hacia el cielo. No alcanzó a pensar en sangre o en muerte o en dolor; su sensación de ligereza se acentuó, entonces no encontró motivo para pensar en una ruptura colosal y triste, ya que su vuelo estaba adquiriendo al fin la cúspide de altura, pureza y rapidez.
Se echó a reír en medio del aire antes de sospechar cualquier golpe. Se reía, porque sentía que volaba.
escrito el 07/Sep./2017
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